martes, 14 de mayo de 2013

Pequeña historia de un pirata





















Esta tarde desempolvo mi tocadiscos. Toca sesión de vinilos. Comienzo por una de las joyas de mi colección: 'The queen is dead' (The Smiths). Recuerdo que lo compré en 1986 en Itaca, la mítica tienda que regentaba en Badajoz el genial fotógrafo Antonio Cosme Covarsí. Llegó a Extremadura pocos meses después de editarse en Reino Unido y me debió costar 1.000 o 1.200 pesetas, una pequeña fortuna a mis 17 años. Sigue sonando como el primer día. Una corriente eléctrica me recorre aún la espina dorsal cada vez que oigo los primeros acordes de 'Bigmouth strikes again', con ese estupendo riff de guitarra de Johnny Marr, o cada vez que me dejo llevar por esa obra maestra que es 'There's a light that never goes out', en la que Morrissey canta: "Salgamos esta noche, donde haya música y haya gente... joven y viva".

Más de un cuarto de siglo después, todo ha cambiado en la industria de la música. The Smiths son historia y Morrissey, tan sólo la sombra del genio que fue. Ya apenas compro vinilos y consigo gratis a través de internet la mayor parte de la música que consumo, que sigue siendo mucha. En mp3, por supuesto. Aunque las mafias discográficas y algunos artistas se empeñen en lo contrario, tengo la conciencia tranquila. Antes de que el pirateo cibernético se instalara en todos los hogares, yo ya había contribuido con miles de euros a engordar las cuentas corrientes de las multinacionales, sus jerifaltes y sus cantantes de cabecera. Durante mi adolescencia y gran parte de mi juventud me gasté el dinero que tenía (y a veces el que no tenía) en abonar el sobreprecio que los especuladores del negocio musical imponían. Yo ya pagué el impuesto revolucionario. Soy un poco más pobre pero, a cambio, tengo cientos de ediciones y millones de experiencias musicales que ahora forman parte de mi patrimonio personal más querido. Por tanto, además, me siento con todo el derecho del mundo a piratear cuando quiera (o me dejen) y a no sentirme culpable de los despidos en las empresas del sector y de las dificultades de algunas bandas. Solo compro algún trabajo musical cuando considero que es excepcional o siento la necesidad de ayudar al grupo en cuestión. Contribuyo a mantener las bandas que me gustan a través de las entradas que pago por asistir a sus conciertos y, en casos concretos, a través del crowdfunding. Recientemente he puesto mi granito de arena para que mi buen amigo José Carlos Macías edite su primer disco en solitario bajo el nombre de Alias. Y no será mi última aportación en régimen cooperativo. Son los nuevos caminos de la música.

Y ahora, me encamino a colocar la aguja sobre los surcos para escuchar por enésima vez que la reina está muerta y que hay un chico con la espina en el costado que, detrás de su odio, esconde un deseo asesino de amor.

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